Cuando no pocos justifican la razón por la que no apoyaron la huelga del 8 de marzo desligándose, por tanto, de las reivindicaciones que latían con una fuerza imparable en todos aquellos, que somos mayoría, que sí nos pusimos del lado de las mujeres; cuando, una vez más, los sindicatos de clase intentaron minimizar el impacto de la huelga con convocatorias de solo 2 horas de paro paralelas a las originales de 24; cuando escucho a dirigentes políticos con ínfulas presidenciales decir que no secundaron la huelga por estar politizada, y lo hacen en un escenario preelectoral secundado a sus espaldas por un nutrido grupo de mujeres del partido haciendo gestos de asentimiento con una actitud cortesana. Cuando todo eso pasa tengo la certeza de que el machismo congénito, con el que algunos, y también algunas, conviven, evidencia que queda demasiado por hacer todavía para bajar la guardia.
La igualdad ya no tiene vuelta atrás, por mucho que se resistan los nostálgicos del patriarcado. La sociedad moderna, para ser sociedad y para ser moderna, se tiene que asentar en una igualdad real donde la discriminación esté tipificada en el código penal.
A la sociedad española le está costando mucho salir del pozo de la discriminación; a los españoles le inyectaron en vena el germen del nacionalcatolicismo que vertebró la dictadura franquista y que tanto daño hizo a la sociedad entera, mandando a las mujeres a casa con la pata quebrada y sujetas a la voluntad de los maridos para siempre.
El 8 de marzo de 2019 ha sido, como lo fue el de 2018, una bocanada de aire fresco, una demostración de que la mayoría de la sociedad quiere alejarse del rancio legado de los tiempos oscuros y abrazar un mundo nuevo donde cualquier tipo de discriminación este abolida y solo forme parte de los libros de historia.
En la educación empieza todo, en casa y en la escuela. La educación mata el germen de la ignorancia que está en la base del problema; actitudes erróneas transmitidas de generación en generación, propagadas como una enfermedad infecciosa, que se asientan en la sociedad por el peso de la costumbre.
La sociedad debe ponerse frente al espejo y ver sus errores, e intentar emanciparse de ellos para crecer libre de las doctrinas que corrompen la natural inclinación del ser humano a la equidad: un niño, libre de doctrinas calculadas, no odia, no discrimina, no margina, no excluye, no segrega… eso viene después, cuando asume de la sociedad y de la familia, por contagio, las conductas que lo alejan de su primigenia esencia.
Sabemos qué hacer para trabajar por la igualdad desde casa y desde la escuela, lo que no le quita ni un ápice de dificultad pero allana el camino, centra el objetivo, que no es poca cosa, para afrontar el reto de llegar a una sociedad libre de discriminación. Seguimos.