La Consejería de Hacienda y Administración
Pública y los sindicatos tradicionales forman un binomio envilecido por
la costumbre del apaño, por la connivencia excluyente para apartar a
quien los molesta, y por el amancebamiento provechoso de las partes.
Asisto, casi cada día, a la consagración del nepotismo
institucionalizado; al contubernio entre la Administración y los
sindicatos de clase, y algún otro que se esconde tras la «i» de
independiente, como si espantara así los fantasmas ideológicos que
reverdecen –pues no pueden evitarlo– cuando defienden las subvenciones a
la educación privada o el aumento de horas de religión en horario
lectivo; ahí sí demuestran su verdadera naturaleza, la imagen real que
esconden tras la máscara que ofrecen a los docentes y, en general, a
todos los trabajadores.
Las razones por las que el gobierno de turno y el tripartito sindical
mantienen esa relación simbiótica tan mutuamente beneficiosa, y por la
que consiguen que la Administración haga verdaderos contorsionismos
normativos para favorecerlos, tienen que ver con el número de liberados
que consiguen; con el dinero en subvenciones que perciben; con la manga
ancha de los cursos de formación (siempre en el punto de mira de la
polémica); con las tibias y escasas concentraciones que convocan, muy de
tarde en tarde y en horario no laboral, para no perturbar, más allá de
lo necesario, al poder que los alimenta…
La federación USAE, integrada por SGTEX, SAE y PIDE, representa la segunda fuerza sindical en Extremadura tras las elecciones sindicales del 4 de diciembre de 2018, y por derecho propio le pertenece estar en la mesa general y en el resto de mesas de negociación. Sin embargo, estas mesas aún no se han constituido para proceder a la actualización de su composición según la nueva representación salida de las urnas, por lo que hemos denunciado a la Junta de Extremadura, ante el Tribunal Superior de Justicia, por vulneración de los derechos fundamentales.
Que al tripartito sindical no le interesa que estemos en dichas mesas es evidente, y que la Administración quiere complacerlo, también. Otra cosa es que puedan obstruir la libertad sindical saltándose la Ley para perjudicar a un colectivo en beneficio de otro: a eso se le llama prevaricación o, en lenguaje coloquial, corrupción.
Que un sindicato de clase necesite –permítanme el símil futbolístico– un solo gol para que le contabilicen cuatro, mientras que los sindicatos profesionales necesitamos cuatro para que nos contabilicen uno, es una perversión democrática intolerable. En las últimas elecciones sindicales al sector docente, por ejemplo, los sindicatos de clase apenas recibieron el 10% de los votos, de hecho uno de ellos ni siquiera llegó a ese porcentaje. No obstante, la norma los rescata, y finalmente tendrán todos los recursos, todos sus liberados y entrarán en todas las mesas de negociación…
PIDE, como sindicato profesional de la enseñanza pública, obtuvo tres veces más apoyo que los sindicatos tradicionales (concretamente el 30% de los votos), si bien no nos han dejado otra opción que acudir a la justicia para que nos reconozcan los derechos inherentes al apoyo recibido.
La Administración –que consiente– y los sindicatos –que se benefician– son inasequibles a la vergüenza, que deberían sentir por no respetar la representatividad real obtenida en las elecciones sindicales. Lo cual constituye la transgresión de la regla más básica de la democracia y la prueba más fehaciente de la más que dudosa catadura moral de aquellos que --en conciliábulos excluyentes-- manejan la legalidad según sus intereses.
Lo más democráticamente descorazonador es advertir que los sindicatos institucionalizados exhiben con falaz superioridad moral todas las prebendas que reciben. Y se arrogan, por añadidura, un carácter omnipotente por el que consideran que deben representar a los trabajadores, aunque no los voten. Lo peor es que esta falsedad se hace realidad por la complicidad normativa de la Administración. Pero que no se relajen, porque el hartazgo de la sociedad, y de los docentes, conseguirá que se les acabe el monopolio sindical y sus círculos endogámicos a través de los que se retroalimentan prostituyendo el más básico sentido democrático.
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