Hay quien, con la fe de fondo, analiza el fenómeno religioso vinculándolo
a la libertad y a la verdad como fundamento del catolicismo. Y se equivoca,
pienso, porque el verdadero católico no es libre, dado que está sujeto a una
liturgia y a unos preceptos obligatorios; pudiendo llegar a ser, incluso,
excomulgado si no sigue el camino marcado por los doctores de la iglesia. Tampoco
la verdad como hecho empírico puede atribuirse a la religión pues es la fe la
que la sostiene.
Huyendo de prejuicios ideológicos contemporáneos, de tópicos ocurrentes
(y mira que la religión se nutre de tópicos ocurrentes y recurrentes), con la
prudencia que da la perspectiva histórica, hay que reconocer que la Iglesia fue
siempre foco de poder que ejerció, en muchas ocasiones, con brutalidad (hablar
de la inquisición sería materia para otra reflexión). Es precisamente el poder
y el control que ejercía el que le daba la posibilidad de monopolizar la
cultura para ser transmitida, no al pueblo, sino a la élite social. Es normal
que ostentando ese dominio, esa autoridad, esa soberanía…, ejerciera el
mecenazgo de universidades. No está en mi ánimo quitarle ese mérito; las universidades
en Europa nacieron, en gran medida, a la sombra y control de la Iglesia y,
después, se les escapó de las manos (eso no lo tenían previsto por aquel
entonces) y se extendió hasta llegar, como ocurre en la actualidad, a la
ciudadanía general.
Muchos piensan que pretender una
educación libre de ideologías, religiosas y políticas, es poco menos que
perseguir la abolición de la religión y, más al contrario, la pretensión es,
simplemente, que el discente crezca en un ambiente emancipado de creencias,
dogmas, credos, evangelios…, para que, cuando tenga la edad suficiente, pueda
abrazar, si quiere, la religión que le plazca
o ninguna de ellas.
Asumir principios laicos para conducirnos por la vida,
lejos de convertirnos en demonios críticos, eleva nuestro nivel de exigencia
ética. No me opongo, en absoluto, a la religión, pero sí a que se imparta en
las escuelas en horario lectivo. De quedarse en las aulas debería ser como una
actividad formativa complementaria que es, en realidad, su verdadera naturaleza.
Desde algunos sectores se percibe un abierto interés
en introducir en el debate social la idea de que la aconfesionalidad del Estado,
que marca la Carta Magna, no es razón suficiente para ubicar la enseñanza de la
religión en el lugar que le pertenece: las iglesias, centros parroquiales o
edificios consagrados; negando el pan y la sal al fenómeno de la enseñanza
libre de adoctrinamientos y, de paso, desacreditar a los que pedimos cumplir
con la Constitución.
Que lo público es patrimonio de todos,
nadie lo pone en duda; pero eso no es óbice para que un Estado, que no está adscrito a ninguna
confesión religiosa, tenga que incumplir un precepto constitucional para seguir
manteniendo un atávico legado heredado de una educación clásica y clasicista
que no casa, en absoluto, con una escuela basada en la libertad, la experiencia
y el conocimiento. La enseñanza de la religión que, no olvidemos se basa en el
dogma de la fe y, por tanto, es algo muy personal, debe llevarse a cabo, no me cansaré
de decirlo, en el ámbito familiar o en las iglesias. Dixi.
Alfredo Arana Platero, Vicerpesidente de PIDE