lunes, 28 de enero de 2019

Educación, el antídoto del miedo por Alfredo Aranda (vicepresidente del Sindicato PIDE). Publicado en el Diario Hoy

  Las artes hacen a las personas más felices y creativas; las humanidades, más libres; las ciencias, más completas y la educación física, más sanas; sin embargo, la religión las hace dependientes, sometidas a ritos atávicos y a ceremonias plagadas de artificio. La religión no busca la verdad, impone su verdad: te dice qué creer y cómo.

  Aún recuerdo el «yo confieso» que, alguna vez, cuando iba de niño a la iglesia, muy de tarde en tarde, oía atónito con una cadencia rítmica turbadora. Era algo así como: «Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa», y proseguía con aquello de «pecar de acto, obra, pensamiento u omisión»; vamos, sin escapatoria posible. De hecho, me daba miedo acudir a la iglesia porque todo el que pasaba por allí parecía sentirse culpable de algo, pecador desconsolado necesitado de confesarse para poder seguir viviendo. 

  El miedo, siempre el miedo. Todo pesado y medido para encadenar a perpetuidad la voluntad de la gente y para que esto sea posible, tienen que cincelar ese miedo desde la infancia, cuando la mente está tierna y es más influenciable porque, de lo contrario, la manipulación pierde eficacia.
¿Libertad o miedo? La educación es el antídoto que previene el miedo. Quien no esté atormentado por la culpa y el pecado, siempre elegirá la libertad. Pero el miedo es poderoso; ha sido, desde el inicio de los tiempos, el arma con la que se ha dominado el mundo, con la que se ha doblegado la voluntad del ser humano, con la que se ha pretendido mantener a la libertad oculta.
Hoy, por fortuna, es posible ser libre si te deshaces del miedo; pero, no obstante, para compensar esta realidad desestabilizadora del atávico statu quo imperante en siglos, se utilizan las aulas como púlpitos para seguir manteniendo el pulso al pensamiento libre y que este no termine por despertar al individuo.

  El aula no debe ser la atalaya desde la que predicar la palabra y promover la confesión, no es el sitio adecuado para adoctrinar, para llevar a cabo la misión evangelizadora que, con dinero público, tiene lugar en centros concertados y, de forma menos evidente, también en los centros públicos.
Educar no es evangelizar es, exactamente, lo contrario. Las aulas tienen que ser lugares donde se forme a personas libres para que, cuando sean adultos, puedan tomar sus propias decisiones. Manipular la educación para fines aviesos es una de las formas más terribles de maltrato. 

  El adoctrinamiento ideológico, ya sea en el plano religioso o político que se lleva a cabo durante la infancia es el más efectivo, dado que el niño asume del entorno familiar, escolar (social, en definitiva) lo que ve de forma acrítica y lo imita como una imposición del entorno. Todo gobierno debería impedir que se utilizara la educación para dirigir el pensamiento de los alumnos hacia horizontes diseñados para entorpecer, cuando no aniquilar, el pensamiento libre.

  La educación tiene que formar a ciudadanos autónomos e independientes, con espíritu crítico y dueños de su propia voluntad para elegir; emancipados, en una palabra, del rancio paternalismo que persigue controlar la voluntad de la gente a través de la religión y del sometimiento a los poderes fácticos, de todo orden, que pretenden convertir al individuo en un producto con el que especular.
Es evidente que los centros concertados, la mayoría de confesiones religiosas, tienen una misión evangelizadora que los aleja de los principios de libertad y autonomía crítica que tienen que regir la educación. En la escuela pública estos principios están más protegidos; aunque, en los tiempos que corren, también están en peligro.

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