viernes, 3 de julio de 2015

"Docta ignorantia" por Alfredo Aranda Platero, publicado en el Periódico Extremadura, el 18 de marzo del 2011.

"Docta ignorantia"

18/03/2011 Alfredo Aranda Platero
Con qué facilidad la mente humana se envilece. Cómo la ignorancia adquiere su mayor osadía, a medida que alcanza mayor permeabilidad con entornos sociales asidos, por ejemplo, a posicionamientos religiosos intransigentes y atávicos o a nacionalismos severos y excluyentes. Lo que somos, imbuidos por las costumbres y las tradiciones de donde nacemos –todo aquello que forma parte de nuestro bagaje moral condicionado por la sociedad en la que crecemos–, nos forma o nos deforma; somos lo que somos, pero bien pudimos ser otra cosa distinta. Los ultranacionalistas, aquellos que defienden su posicionamiento moral y político de forma agresiva, lo hacen aferrados a una ideología adquirida, como cualquier doctrina. El mayor de los ultranacionalistas nada hubiera querido saber de nacionalismos si hubiera nacido en una familia con otros valores o prodigado en grupos de referencia moderados o, simplemente, si se hubiese criado en una familia extremeña, por ejemplo. Yo soy hasta la muerte español; o francés, si me hubiese criado en Francia; o italiano, si hubiese crecido en Italia…, o de cualquier parte del mundo, si mi vida se hubiera desarrollado en cualquier otra parte del mundo. Esta reflexión simple convierte a los nacionalismos recalcitrantes –no a los otros–, desde el punto de vista del que escribe, en una realidad vacía de contenido. Todos tenemos un sentimiento de afecto por nuestra tierra: amamos el entorno donde nos criamos, nos adaptamos a su temperatura, a su clima, a su olor, a su color…, entendemos su idiosincrasia y ansiamos volver cuando estamos fuera. Pero este sentimiento no debe llevarnos a caer en una especie de nacionalismo radical y etnocentrista, excluyente y violento, pues estaríamos enfermando el sentimiento legítimo de pertenencia a una determinada comunidad.
Es comprensible que un hombre –o una mujer– luche por su bienestar y el de su familia; esa lucha es universal y digna. Pero no la lucha violenta, la agresión, la muerte incluso, por cuestiones cuya importancia dimanan de la más absoluta relatividad y nimiedad, como pudiera ser, por ejemplo, que el hincha acérrimo del un club de fútbol determinado odie y agreda a un aficionado de un club rival. Es un sentimiento construido sin ningún cimiento y mantenido vivo en la mente y transmitido a generaciones jóvenes por vías diversas, que toman el camino del odio, como bien hubieran podido tomar otro distinto. El fanatismo del fútbol, salvando las distancias, puede ser un sentimiento gemelo al de los ultranacionalismos. Cuán fácil sería vivir, simplemente –nada más y nada menos – en una sociedad democrática y justa (en la medida de lo posible, porque la perfección –admitámoslo– es una quimera) y desarrollarse intelectual y moralmente de forma libre, sin los diques a los que nos somete la religión instrumentalizada, los nacionalismos extremos, las costumbres (las dañinas, se entiende) que no aportan riqueza alguna.
Los nacionalismos palingenésicos: los fanatizados, y aquellos otros que están en vías de radicalizarse: los supuestamente moderados, utilizan, además de la violencia como los primeros, y la presión sociopolítica como los segundos, un arma poderosa con visión de futuro: la educación. Dar preeminencia a la lengua propia sobre la común (tanto en la escuela como en la calle) amén de otros adoctrinamientos cada vez más insertados en la idiosincrasia docente y popular, puede provocar, en el futuro, un sentimiento generalizado de rechazo a todo lo que no sea la propia patria chica.
Los políticos nacionalistas manipulan (o lo intentan con pertinaz insistencia) la conciencia de la ciudadanía, aunque les lleve décadas hacerlo: hoy, el discurso político del nacionalismo excluyente apenas tiene reflejo en la calle, sin embargo la insistencia política, el adoctrinamiento social desde la escuela, desde los medios de comunicación… tendrá, en un futuro próximo, el resultado buscado: que el clamor nacionalista esté en cada casa, en cada calle, en cada plaza.
Es claro que la ciudadanía es, para los mandamases, mera mercancía productiva, como ocurría en los regímenes señoriales y feudales de la Edad Media con sus vasallos y señores, o el fuerte caciquismo del siglo XVIII bajo el reinado de Isabel II o, más cercano a nuestro tiempo, los caciques de posguerra que, aunque en declive, exprimían hasta el tuétano a sus tributarios y, de paso, les anulaban la voluntad con el miedo. Ahora, los señores feudales –los políticos dirigentes (no todos)– se prodigan con mayor elegancia, pero con el mismo fin de siempre.
No es fácil ser libre para decir lo que pensamos, pero aún es más difícil serlo para escuchar cuando nos hablan. Es, precisamente, ser libre para escuchar y pensar lo único que puede rescatarnos del ostracismo. Dixi.

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