"Volver a la escuela no estaba exento de emoción, pero tampoco de miedo"
Los
recuerdos de la infancia cautivos de una memoria caprichosa afloran intensos y
entusiastas, coincidiendo con el periodo estival, y te transportan a los días
de libertad, de juegos y descubrimientos.
Largos
días de verano donde los chavales conquistábamos las calles hasta que la noche
se hacía presente y la luz tenue de las farolas rescataba de la oscuridad
apenas un palmo de terreno a cada trecho. Las lagartijas salían, en su amanecer
nocturno, atraídas por los insectos que acudían a la luz de las bombillas del
alumbrado municipal, y desde su posición de privilegio, adheridas a la blancura
encalada y nítida de las paredes de las casas, se daban un festín con
movimientos rápidos de su lengua atrapadora para volver otra vez a la quietud
paciente del cazador. Ante cualquier peligro, particularmente el de las largas
cañas con las que los niños intentábamos alcanzarlas, se escabullían ágiles
hacia la protección del alero de los tejados.
Las
familias tomaban el fresco nocturno en las puertas de las casas y los vecinos
interactuaban intercambiando pareceres sobre acontecimientos del pueblo o sobre
algún suceso de alcance escuchado en la radio. Mientras tanto, los niños
apurábamos los últimos momentos de juegos callejeros antes de ser llamados para
caer rendidos en los brazos de Morfeo y recuperar fuerzas para las aventuras
del día siguiente. La vida estaba dotada de sencillez y lentitud.
El
mundo era nuevo cada día, como si la creación empezara con cada amanecer. Ni
pasado, ni futuro, la niñez era un presente perpetuo y los veranos, que traían
el premio de las eternas vacaciones escolares –ingenua percepción infantil–, su
más ansiado refugio.
No
es nostalgia lo que siento de aquel entonces, o tal vez lo sea; pero lo que sí
tengo claro es que cuando rememoro los días pasados, me inunda una paz interior
que me reconcilia con el adulto que ahora soy. Todos los años acumulados, todas
las experiencias vividas y otras tantas perdidas, forman o deforman, según el
caso, la persona en la que me he convertido sin apenas darme cuenta.
Recuerdo
con cariño aquellos tebeos prodigiosos de Francisco Ibáñez que te hacían reír a
mandíbula batiente o los cómics del Capitán Trueno o aquellos otros de Marvel,
que te transportaban a un mundo de superhéroes que eran fuente inagotable de
fabulaciones infantiles. Lecturas que dieron paso, a medida que los años te
iban distanciando de la infancia, a otras publicaciones menos infantiles, pero
igualmente generadoras de sueños y fantasías. Sin olvidar aquellas revistas
subidas de tono, solo de lectura visual, hurtadas a algún hermano mayor cuyo
robo no se atrevía a denunciar y que te abrían las puertas de un mundo hasta
entonces desconocido.
Todas
esas cosas, y muchas más, pasaban en verano. Después, con la llegada del
mes de septiembre, el otoño empezaba a anunciar su cercana vuelta y con él se
avecinaba el inicio de un nuevo y amenazador curso escolar que te llenaba de
incertidumbre, sobre todo si estabas ya en la última etapa de la EGB. No sabías
si los maestros seguirían siendo los mismos, y de ser los mismos si
continuarían siendo iguales, porque había maestros comprensivos y amables; pero
otros, sin embargo, utilizaban la bofetada o la palmeta como argumentos
pedagógicos heredados del aciago nacionalcatolicismo que aún persistía durante
el tardofranquismo y que se fue diluyendo, poco a poco, con el fallecimiento
del dictador. Volver a la escuela no estaba exento de emoción, pero tampoco de
miedo. Lo mejor, no obstante, es que siempre quedaba el cobijo, la guarida de
tu casa, la familia acogedora que te protegía de todos los males.
Septiembre
tenía su propio olor: el de los libros nuevos, que mi memoria recordará
siempre, el de los lápices de grafito, los bolígrafos bic, las gomas de borrar Milán,
los rotuladores Carioca, los estuches de lápices de colores Alpino…, y la
cartera donde se guardaba todo ese tesoro. Recuerdo también los viajes a la
librería de al lado mi casa para ir haciendo acopio del material que nunca
estaba todo al mismo tiempo. De esos viajes, ya derrotada la tarde, tengo
grabado con gran intensidad el color con el que el cercano otoño teñía las
calles, entre amarillo degradado y rojo desteñido que se transmutaba en un
naranja melancólico, como de sol que se apaga, que anunciaba la inminencia de
la noche.
Cuando
el perfil de la tarde disolvía sus contornos y la noche cautelosa se infiltraba
con su cadencia inapelable por las calles, plazas y avenidas, el crepúsculo
daba paso a la noche rotunda. Antes, el final del día y el inicio de la noche
se encontraban en un periodo de claridad en decadencia, de luz que agonizaba;
en ese preciso instante se encendían las luces de los escaparates de las
tiendas de la calle donde vivía, lo que confería un ambiente como de un país
idílico, un color que nunca he vuelto a ver y que solo permanecerá confinado en
mi memoria.
Tuve
una infancia feliz. La adolescencia ya fue otra cosa, porque la pubertad
transita entre luces y sombras, donde la vorágine de los cambios físicos y
psicológicos –la química de la pubertad– te puede llevar por caminos difíciles.
La maduración corporal y sexual adquiere velocidad de crucero y las relaciones
sociales, las conductas, los pensamientos están mediatizados por todo ese
cambio. Pero eso ya lo recordaré otro día.
Alfredo Aranda Platero
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