De pocos meses a esta parte, en el seno de la comunidad educativa española
se viene suscitando un debate que se pretende sea definitivo para establecer
un sistema estable y competente para la educación de nuestros
niños y nuestros jóvenes. Por el momento, dicho debate
no gana porcentaje en los índices de preocupación de la
opinión pública respecto de otros temas como el referéndum
sobre la aceptación o no de la Carta Magna de la Nueva Europa
o las ventajas e inconvenientes de la implantación de un carnet
de conducir por puntos o sobre la indignación de la Iglesia Católica
en cuanto a la denominación de matrimonio para la unión
civil entre homosexuales (por no traer hasta estas páginas, por
indignos, numerosos menesteres por los que sí se preocupa a diario
la mayor parte de nuestros conciudadanos). Mas, sí que es verdad
que un sector de la sociedad y de la comunidad educativa española
y, por supuesto, de la comunidad educativa y de la sociedad extremeña,
debaten ya, aunque hasta el momento con cierta parsimonia, las causas
y las plausibles soluciones del, a mi juicio, injustificadamente denominado
fracaso escolar. Por definición simple el fracaso escolar se
produce cuando un alumno concluye una determinada etapa en la escuela
con calificaciones no satisfactorias, lo que se traduce en la no culminación
de la etapa obligatoria (ESO).
En la mayoría de los países existe un
creciente interés y una palmaria preocupación por este
asunto, problema determinado, sin lugar a dudas, por una amalgama de
factores y elementos como: el contexto social (al que pertenecemos padres,
profesores y representantes públicos, estos últimos garantes
en primera instancia y responsables del funcionamiento del propio sistema);
la familia o el entorno familiar del alumno; el funcionamiento de la
propia estructura educativa; la actitud y aptitud de los administradores
para arbitrar en la resolución de conflictos; el trabajo diario
de cada profesor y, cómo no; la disposición del alumno
para aprender y aprehender la realidad. A menudo se afirma que éste,
el alumno, es una víctima del desplome de la estructura social
y de la desaparición de los, añorados por algunos, valores
de toda la vida, y que ello conlleva desequilibrios aparentemente insalvables
para un sistema que no sólo no logra garantizar que el 100% de
sus alumnos consiga los objetivos de la ESO, sino que ni tan siquiera
puede ofrecer a la sociedad la desaparición del absentismo escolar.
Los datos a la hora de clarificar ciertas afirmaciones y justificar
la evidente insatisfacción en los diversos sectores educativos
y sociales son argumentalmente demoledores. Según estudio realizado
por el que fuera uno de los padre de la LOGSE, Álvaro Marchesi,
el 26% de los alumnos españoles no acaba la enseñanza
obligatoria y frente a Asturias que presenta un 14% de fracaso se sitúa
Extremadura con un 33%. Pero más allá del ámbito
territorial nacional deberíamos observar la realidad de los países
de nuestro entorno inmediato pertenecientes a la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE),
entorno en el que el fracaso escolar desciende hasta un 20% de media
y que cuenta con un modelo digno de ser imitado como el modelo educativo
finlandés. Como diría un castizo ante la lectura de estas
variables, que cada administración –regional y nacional–
aguante su palo.
El de las inversiones sería también
un capítulo interesante para el análisis, y si bien es
cierto que una comunidad autónoma como el País Vasco obtiene
los mejores resultados con la mayor inversión (parece ser que
a mayor inversión optimización de medios), no lo es menos
que Extremadura se coloca en índices de fracaso, con una inversión
cercana a la media nacional, en un lugar nada deseable con arreglo al
que según nuestra realidad inversora nos correspondería.
Dice Marchesi que el fracaso escolar no se explica sólo por el
gasto público, también influye el nivel cultural de las
familias. A pesar de ello, no puedo evitar que a mi cabeza acudan preguntas
como llovidas del cielo, y sus respuestas evidentemente también.
Pero dejemos a un lado los datos, porque si bien sirven
para tomar conciencia de una realidad tozuda, siempre se nos muestran
en gran medida distantes y fríos. Como bien digo, estaríamos
obligados, para saber cómo actuar ante el problema, no sólo
a hablar de fracaso escolar sino más bien de fracaso familiar
y de fracaso social. La escuela es el reflejo inmediato de la familia
y el entorno familiar es el referente directo de la sociedad. Estos
son los parámetros que debemos tener presentes para superar las
deficiencias educativas que presentan al día de hoy nuestros
escolares (véanse los informes de la evaluación externa
de los centros extremeños realizada por el Instituto IDEA o las
conclusiones del Informe PISA 2003, a sabiendas de que por su naturaleza
se basan en datos e ignoran los procesos).
Implicación de los padres y las madres en la
responsabilidad que supone educar a sus hijos e inversiones suficientes
y equilibradas que incidan de forma nítida en la mejora de los
motores de la educación, son en mi opinión pilares, al
margen de leyes, estatutos, pactos, etcétera –pertinentes,
en su mesura–, que garantizarían una mejora paulatina pero
sustancial en los resultados obtenidos por nuestros alumnos en lo que
a su formación integral (intelectual y personal) se refiere.
Debemos decirlo claro y de forma rotunda: la piedra
angular del mejor sistema educativo es el profesor, el maestro, y éste
debe tener una excelente formación facilitada por las administraciones
autónoma y estatal, así como motivación y prestigio
social para impartir con garantía de éxito los conocimientos
entre sus alumnos (aspecto de todo punto incompatible con el elevado
porcentaje de precariedad en el empleo que recae sobre los profesores
interinos de toda España o con las desigualdades retributivas
del profesorado extremeño con respecto al de otras comunidades
autónomas de nuestro país). Así pues se debe prestar
exquisita atención a otras líneas de actuación
preferentes como potenciadoras educativas que son y, por tanto, incidir
de este modo en conseguir una formación de calidad; en proporcionar
los medios adecuados; en aumentar la calidad y la cantidad del tiempo
de lectura de nuestros alumnos, en que descienda en la misma o mayor
proporción su dedicación a la televisión y a los
videojuegos; en fomentar la solidaridad frente a la competitividad;
en equiparar por el camino de la igualdad a todos los centros mantenidos
total o parcialmente por las Administraciones Públicas; en promover
como factor imprescindible la labor social en los centros educativos
y en los ámbitos familiares, etcétera.
Para concluir, convengan conmigo que la solución
ante el, a mi juicio, injustificadamente denominado fracaso escolar,
es compleja y en nada fácil, pero posible. Dicha solución
ha de venir amparada por la voluntad común y cimentarse en tres
valores fundamentales que nos permitirán combatir desde la escuela
el fracaso social. Dichos valores son: el valor del papel de la Administración,
el valor del apoyo y la responsabilidad familiar sobre el interés
y el esfuerzo del alumno y el valor de los profesores y de la escuela
como lugar privilegiado para el aprendizaje y la convivencia.
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