22/02/2015 Alfredo Aranda Platero
Vicepresidente del Sindicato PIDE
Durante décadas «la letra con sangre entra»
constituyó una verdad irrefutable que padecimos, unos más
que otros, con virtuosa resignación. Aquellos días
de miedo, que algunos sorteábamos con dedicación
y un poco de suerte, hoy constituyen un ejemplo valioso de lo
que no hay que hacer. Por fortuna solo en los últimos cursos
de la entonces llamada EGB tuve que vivir en estado permanente
de alerta con determinados maestros, el miedo andaba suelto por
entre los pupitres ante la llegada inminente de algún estacazo:
unas veces se veía venir; otras, la sorpresa atenuaba el
dolor del impacto. Por aquel entonces las vacaciones eran doblemente
esperadas, llegaba la libertad, se aparcaba el miedo y todo se
cubría de un estado de felicidad que parecía no
tener fin; sobre todo durante el esperado verano, maravillosamente
eterno.
Por aquella época la disciplina se entendía solo como infligir dolor y la receta para afrontar cualquier lance era la misma. Los profesores viejos no recuerdan, por ejemplo, que existieran niños con TDH. A los niños nerviosos, hiperactivos, revoltosos… (los que hoy se conocen como TDH), se les administraba un «tratamiento» que no creo que estuviera bien visto por la OMS: un guantazo después del desayuno, otro antes de la comida y, de ser necesario, otra más antes de acostarse (éste último se administraba en casa, y era conocido popularmente como «acostarse caliente»). El tratamiento se ejecutaba con maestría en las escuelas, aún imbuidas del espíritu del nacional catolicismo, y podía administrase diariamente o en días alternos, según el criterio del facultativo. «Mano de santo», me decía no hace mucho tiempo un maestro retirado. Nada reprocho a los maestros que temí, supongo que era su manera de hacer las cosas y pensaban que era lo correcto.
Esas maneras afortunadamente se terminaron, y ahora es otra la pedagogía que impera. Una educación no coercitiva, de acompañamiento y de ayuda. Pero ¿qué fue de la disciplina? Porque la disciplina como método de instrucción es necesaria. No hablo de la disciplina del miedo o del dolor, sino de la que construye ciudadanos responsables.
Antes los alumnos temían a los profesores, ahora son los profesores los que temen a los alumnos (no dicho con carácter general, de momento). Poco aprendimos de los errores del pasado, si los repetimos en el presente. La educación es respeto mutuo, si una de las dos partes que forma el proceso educativo no respeta, algo se rompe y todos –la sociedad– perdemos.
El abandono escolar, el buying entre alumnos o hacia profesores, las conductas disruptivas que parecen formar parte de la normalidad de muchas aulas, la laxitud de muchos padres y madres de hoy a la hora de educar a sus vástagos, las manos atadas de los docentes para enfrentar muchos de los actuales problemas de los centros…, todo ello pone de manifiesto una realidad que es necesario reconducir si no queremos que nos engulla. ¿Dónde están los políticos? De vez en cuando dan una manita de pintura al viejo edificio de la educación y retoman sus cosas de políticos. A veces sacan estadísticas para tranquilizar a la población (que si el fracaso escolar ha bajado el 0,5 %, que si la conflictividad escolar va por la misma línea…), proponen ocurrencias, inician programas, abren proyectos…, como, por ejemplo, el observatorio para la convivencia que se reúne, en el mejor de los casos, una vez al año, convirtiendo dicho órgano en un baldío proyecto. Todo parece hecho sin orden ni concierto, sumido en una especie de entropía endogámica imbricada sin remedio hasta el mismo tuétano de los cimientos de la estructura organizativa de la Consejería. «Que la inercia nos lleve a buen puerto», piensan nuestros estirados gobernantes, dejando la educación a la deriva. Al final, como siempre, son los docentes los que tienen que rescatar el sistema educativo y minimizar la dejadez institucional, aunque cuenten para ello con recursos reducidos, estén mal pagados y se encuentren con todo tipo dificultades para realiza su labor. Proteger la educación pública, como garante de la igualdad entre los ciudadanos, es obligación inexcusable de cualquier gobierno, de lo contrario provoca un perjuicio al conjunto de la sociedad y pierde, por tanto, toda legitimidad.
Por aquella época la disciplina se entendía solo como infligir dolor y la receta para afrontar cualquier lance era la misma. Los profesores viejos no recuerdan, por ejemplo, que existieran niños con TDH. A los niños nerviosos, hiperactivos, revoltosos… (los que hoy se conocen como TDH), se les administraba un «tratamiento» que no creo que estuviera bien visto por la OMS: un guantazo después del desayuno, otro antes de la comida y, de ser necesario, otra más antes de acostarse (éste último se administraba en casa, y era conocido popularmente como «acostarse caliente»). El tratamiento se ejecutaba con maestría en las escuelas, aún imbuidas del espíritu del nacional catolicismo, y podía administrase diariamente o en días alternos, según el criterio del facultativo. «Mano de santo», me decía no hace mucho tiempo un maestro retirado. Nada reprocho a los maestros que temí, supongo que era su manera de hacer las cosas y pensaban que era lo correcto.
Esas maneras afortunadamente se terminaron, y ahora es otra la pedagogía que impera. Una educación no coercitiva, de acompañamiento y de ayuda. Pero ¿qué fue de la disciplina? Porque la disciplina como método de instrucción es necesaria. No hablo de la disciplina del miedo o del dolor, sino de la que construye ciudadanos responsables.
Antes los alumnos temían a los profesores, ahora son los profesores los que temen a los alumnos (no dicho con carácter general, de momento). Poco aprendimos de los errores del pasado, si los repetimos en el presente. La educación es respeto mutuo, si una de las dos partes que forma el proceso educativo no respeta, algo se rompe y todos –la sociedad– perdemos.
El abandono escolar, el buying entre alumnos o hacia profesores, las conductas disruptivas que parecen formar parte de la normalidad de muchas aulas, la laxitud de muchos padres y madres de hoy a la hora de educar a sus vástagos, las manos atadas de los docentes para enfrentar muchos de los actuales problemas de los centros…, todo ello pone de manifiesto una realidad que es necesario reconducir si no queremos que nos engulla. ¿Dónde están los políticos? De vez en cuando dan una manita de pintura al viejo edificio de la educación y retoman sus cosas de políticos. A veces sacan estadísticas para tranquilizar a la población (que si el fracaso escolar ha bajado el 0,5 %, que si la conflictividad escolar va por la misma línea…), proponen ocurrencias, inician programas, abren proyectos…, como, por ejemplo, el observatorio para la convivencia que se reúne, en el mejor de los casos, una vez al año, convirtiendo dicho órgano en un baldío proyecto. Todo parece hecho sin orden ni concierto, sumido en una especie de entropía endogámica imbricada sin remedio hasta el mismo tuétano de los cimientos de la estructura organizativa de la Consejería. «Que la inercia nos lleve a buen puerto», piensan nuestros estirados gobernantes, dejando la educación a la deriva. Al final, como siempre, son los docentes los que tienen que rescatar el sistema educativo y minimizar la dejadez institucional, aunque cuenten para ello con recursos reducidos, estén mal pagados y se encuentren con todo tipo dificultades para realiza su labor. Proteger la educación pública, como garante de la igualdad entre los ciudadanos, es obligación inexcusable de cualquier gobierno, de lo contrario provoca un perjuicio al conjunto de la sociedad y pierde, por tanto, toda legitimidad.
Me ha hecho recordar mis tiempo de la escuela, también yo me llevé algún que otro "golpecillo". Fantástico artículo, escrito con mucha clase.
ResponderEliminarMe ha hecho recordar mi infancia, a mi también me diero algún "golpecillo". Fantástico artículo, escrito con muha clase.
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