Por Alfredo Aranda Platero, publicado en El Periódico Extremadura el 13/09/15
Hasta ahora estaban por encima del bien y
del mal --eran intocables--, daba igual el delito cometido desde la
atalaya de sus cargos políticos, porque una gran parte de los
ciudadanos, como transidos por una realidad inabarcable, les ofrecía,
con los ojos cerrados (una y otra vez), el voto. Había un perdón social
implícito en cada euro robado a las arcas públicas, gozaban de inmunidad
crítica, estaban imputados pero eran aclamados por muchedumbres
fervientes, que los saludaban a su paso, que los besaban, que los
abrazaban, que les ofrecían palabras de aliento... y se vinieron arriba.
Robaron más. Robaban a los pobres para dárselo a los bancos, que
necesitaban, decían, ser rescatados.
Políticos y grandes empresarios de todo pelaje defraudaban a la
hacienda pública, mientras los pobres pagaban más impuestos, tenían
menos sanidad, menos educación, menos asistencia social..., y hasta el
derecho a protestar se vio recortado. "Los ciudadanos tienen que ser
sumisos", esta máxima predemocrática delató sus intenciones,
evidenciando que muchos dirigentes actuales bien pudieran haber sido
ministros de un régimen dictatorial: recortando, prohibiendo e
imponiendo, y lo que pudiéramos pensar que eran reminiscencias de un
pasado cruel, se reveló como una realidad constatable donde nostálgicos
del franquismo iban dando pasos hacia atrás retrotrayéndonos a época
olvidadas.
Muchos ciudadanos empezaron a darse cuenta de que su voto, sinónimo
de libertad y democracia, no podía ser utilizado como aval de los
corruptos para esquilmar al pueblo. Pero otros muchos seguían
anestesiados y aplaudía desencajados, entregados y ebrio de placer, como
en un estado alterado de conciencia, cuando los políticos volvían a
prometer las promesas incumplidas: "bajaremos los impuestos", "crearemos
cientos de miles de empleos"...
VIENDO que aún el apoyo les era suficiente se sintieron inmunes a la
corrupción y siguieron robando, siguieron actuando como caciques,
siguieron recortando los derechos de la población. Pero todo termina y
los efectos de la explosión de la burbuja inmobiliaria y de la
corrupción empezaron a ser terribles, el paro se convirtió en una losa
inabarcable, el poco trabajo que se creaba era precario, el estado del
bienestar desapareció, los jóvenes se tenían que ir de España, y la
sociedad, tras despertar de su letargo, de llenó de pesadumbre.
Asistimos, entonces, a una procesión de injusticias sociales
insoportables que empezaron a materializarse como un ectoplasma aciago
que viniera a despertar a la ciudadanía de su letargo: bancos recatados
con dinero público que desahuciaban a gente pobre, políticos corruptos,
cuentas en Suiza, tarjetas "black", tráfico de influencias, dispendio de
dinero público en todo tipo excentricidades e imputados a miles y casi
nadie en la cárcel. Porque los que entran salen al poco tiempo. Matas ,
en la calle. Bárcenas , en la calle. Y el dinero robado en paraísos
fiscales aguardando el paso del tiempo hasta que sus dueños ilegítimos
acudan a su encuentro.
Los dirigentes seguían, y siguen, actuando como si nada hubiera
pasado y vuelven a repetir, como un mantra, su catálogo habitual de
promesas electorales. Pero sucedió algo que no tenían previsto, que
nuevas organizaciones políticas aparecieron en escena para canalizar la
ira de la gente y devolver la ilusión al ciudadano. El descontento
general, la rabia, la cólera por la corrupción institucionalizada y la
pérdida de derechos sociales catapultaron a las nuevas organizaciones
políticas, que se convirtieron en una alternativa real a los partidos de
siempre. Y los de siempre se echaron a templar.
El bipartidismo empezaba a tambalearse. Los partidos tradicionales
arremetieron contra los nuevos partidos acusándolos, entre otras cosas y
con mucho cinismo, de ser como ellos, de querer arruinar a España, de
llevarla al precipicio. Y lo decían desde una España en ruinas, saqueada
por cuatreros de traje y corbata. Acusan a los nuevos partidos de
radicales por querer abrir comedores escolares, por querer dignificar
los sueldos, los ridiculizan por viajar en metro o en bicicleta o en
clase turista, les afean su intención de acabar con las desigualdades
sociales.
Radicales les decían --y les dicen-- mientras desde el gobierno tapan
la boca, con la Ley mordaza, a los que protestan, empobrecen la
atención sanitaria y educativa, sacan los cuartos a los españoles para
rescatar a la banca, pactan una reforma laboral que deja al trabajador
al borde del desfiladero, cantan las virtudes de su modelo de gestión
porque durante el periodo estival un puñado de españoles ha encontrado
trabajo con sueldos de miseria.
Los que están no merecen dirigir los designios de un País por
albergar en su seno la corrupción, por inhibir responsabilidades y por
dar cobertura a los corruptos. "Luis. Lo entiendo. Sé fuerte. Mañana te
llamaré. Un abrazo" (SMS de Rajoy a Bárcenas).