Las artes hacen a las personas más felices y creativas; las
humanidades, más libres; las ciencias, más completas y la educación
física, más sanas; sin embargo, la religión las hace dependientes,
sometidas a ritos atávicos y a ceremonias plagadas de artificio. La
religión no busca la verdad, impone su verdad: te dice qué creer y cómo.
Aún
recuerdo el «yo confieso» que, alguna vez, cuando iba de niño a la
iglesia, muy de tarde en tarde, oía atónito con una cadencia rítmica
turbadora. Era algo así como: «Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran
culpa», y proseguía con aquello de «pecar de acto, obra, pensamiento u
omisión»; vamos, sin escapatoria posible. De hecho, me daba miedo acudir
a la iglesia porque todo el que pasaba por allí parecía sentirse
culpable de algo, pecador desconsolado necesitado de confesarse para
poder seguir viviendo.
El miedo, siempre el miedo. Todo pesado y
medido para encadenar a perpetuidad la voluntad de la gente y para que
esto sea posible, tienen que cincelar ese miedo desde la infancia,
cuando la mente está tierna y es más influenciable porque, de lo
contrario, la manipulación pierde eficacia.
¿Libertad o miedo? La
educación es el antídoto que previene el miedo. Quien no esté
atormentado por la culpa y el pecado, siempre elegirá la libertad. Pero
el miedo es poderoso; ha sido, desde el inicio de los tiempos, el arma
con la que se ha dominado el mundo, con la que se ha doblegado la
voluntad del ser humano, con la que se ha pretendido mantener a la
libertad oculta.
Hoy, por fortuna, es posible ser libre si te
deshaces del miedo; pero, no obstante, para compensar esta realidad
desestabilizadora del atávico statu quo imperante en siglos, se utilizan
las aulas como púlpitos para seguir manteniendo el pulso al pensamiento
libre y que este no termine por despertar al individuo.
El aula
no debe ser la atalaya desde la que predicar la palabra y promover la
confesión, no es el sitio adecuado para adoctrinar, para llevar a cabo
la misión evangelizadora que, con dinero público, tiene lugar en centros
concertados y, de forma menos evidente, también en los centros
públicos.
Educar no es evangelizar es, exactamente, lo contrario.
Las aulas tienen que ser lugares donde se forme a personas libres para
que, cuando sean adultos, puedan tomar sus propias decisiones. Manipular
la educación para fines aviesos es una de las formas más terribles de
maltrato.
El adoctrinamiento ideológico, ya sea en el plano
religioso o político que se lleva a cabo durante la infancia es el más
efectivo, dado que el niño asume del entorno familiar, escolar (social,
en definitiva) lo que ve de forma acrítica y lo imita como una
imposición del entorno. Todo gobierno debería impedir que se utilizara
la educación para dirigir el pensamiento de los alumnos hacia horizontes
diseñados para entorpecer, cuando no aniquilar, el pensamiento libre.
La
educación tiene que formar a ciudadanos autónomos e independientes, con
espíritu crítico y dueños de su propia voluntad para elegir;
emancipados, en una palabra, del rancio paternalismo que persigue
controlar la voluntad de la gente a través de la religión y del
sometimiento a los poderes fácticos, de todo orden, que pretenden
convertir al individuo en un producto con el que especular.
Es
evidente que los centros concertados, la mayoría de confesiones
religiosas, tienen una misión evangelizadora que los aleja de los
principios de libertad y autonomía crítica que tienen que regir la
educación. En la escuela pública estos principios están más protegidos;
aunque, en los tiempos que corren, también están en peligro.