Que el descafeinado sindicalismo actual de los sindicatos tradicionales dista mucho de sus orígenes es algo tan evidente que no requiere esfuerzo alguno en demostrarlo; podríamos considerarlo un axioma. Primero habría que aceptar esta realidad, para poder después cambiarla.
Los sindicatos autoproclamados de clase han pasado del sindicalismo revolucionario al institucionalizado, aceptando subvenciones millonarias, y otros privilegios, a cambio de “paz social”. Se han convertido, podríamos decir, en un cinturón de protección para la administración. Estar a cargo de los Presupuestos Generales del Estado constituye un contrasentido en sí mismo, porque la obligación de un sindicato es enfrentarse el Estado, al gobierno de turno, en la defensa de los trabajadores. Que eso pasara con la OSE, el sindicato vertical de Franco, es comprensible; pero en una sociedad democrática da pavor que el modelo vertical se repita.
Las subvenciones, concedidas tanto por el Gobierno central como autonómico, son de todo tipo y no están sujetas a la fiscalización de la Intervención General del Estado, dado que los sindicatos no están obligados a publicar sus cuentas. Esta falta de transparencia pactada hace albergar muchas dudas sobre el destino final de dichas subvenciones.
En 1981, el gobierno de turno, la asociación de empresarios y varios sindicatos suscribieron el Acuerdo Nacional de Empleo, donde se institucionalizaron, en los Presupuestos Generales del Estado, las subvenciones sindicales. Por aquel entonces también se llegó a un Acuerdo de Patrimonio Sindical, que quedaría ampliado con la Ley de Patrimonio Sindical Acumulado de 1986 y el Decreto-Ley de 2005 por el que se modificaba la anterior Ley. Dichas leyes otorgaban a los sindicatos de clase el uso de 1.168 inmuebles que pertenecieron a la organización sindical vertical (el sindicato de Franco). 1981 quedará marcado para siempre como una fecha aciaga: el sindicalismo puro murió en España y fue sustituido por macroestructuras sostenidas por el Estado.
Cientos de inmuebles regalados y cientos de millones en subvenciones acercan a los sindicatos al poder y los alejan de la razón. La lucha de clases pasa a ser una entelequia y los sindicatos favoritos del Estado se convierten en estructuras institucionalizadas.
Más dinero
En 1992, sindicatos tradicionales y la CEOE se incorporan al primer Acuerdo Nacional de Formación Continua en las Empresas (ANFC), donde se moverán grandes cantidades de dinero y que tendrá continuidad en años posteriores.
Para recoger la espléndida financiación, llegada desde el Gobierno de España y de Europa, crean la FORCEM (fundación para la Formación Continua en la Empresa) que, ¡oh, sorpresa!, está integrada y gestionada por ciertos sindicatos, los de siempre, y que solo durante el primer Acuerdo (1992-1995) recibió 231.295 millones de “pelas”. Sin embargo, esta fundación fue fiscalizada por el Tribunal de Cuentas que detectó un sinfín de anomalías: número falso de alumnos, cobro de enseñanzas gratuitas, ausencia de cursos declarados, etc. Pero no queda ahí la cosa, el Tribunal de Cuentas siguió encontrando anomalías en años posteriores.
Sin embargo, nada ocurrió tras descubrirse las anomalías. La FORCEM pasó a llamarse Fundación Tripartita para la Formación en el Empleo y, más tarde, Fundación Estatal para la Formación en el Empleo (Fundae), que sigue recibiendo millones a espuertas. No deja de ser esclarecedor este ir cambiando de nombre cada cierto tiempo.
La legislación actual asegura, por una parte, que los sindicatos cercanos al Estado dispongan de importantes sumas de dinero y, por otra, el monopolio del sindicalismo institucionalizado. El poder se asegura con ello la paz social a cambio grandes subvenciones. Los sindicatos, por su parte, teatralizan un teórico enfrentamiento con el poder con una huelga general de un día por año y algunas concentraciones por la tarde fuera del horario laboral, trufadas de grandilocuentes intervenciones de sus líderes. Después guardan las pancartas y asunto terminado.
Los sindicatos deberían ser libres, no estar atados al Estado, para luchar sin ambages por los derechos de los ciudadanos. Deben renunciar a las subvenciones millonarias que les da el gobierno y mantenerse con recursos propios (como hacen los sindicatos alemanes, por ejemplo). La defensa del trabajador necesita necesariamente, para no quedar comprometida, de la independencia sindical.
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