Ni educación, ni “miedo”
“Javier, cállate por favor” – ruega la profesora. “Cállate tú, que aburres” – contesta
Javier desafiante. Ana, la profesora, calla durante unos segundos mientras varios
alumnos, séquito de Javier, ríen y dan palmas debajo de la mesa. “Eres un maleducado,
ve a Jefatura de Estudios ahora mismo – dice la profesora”. “Pues voy puta, que te den”
– contesta Javier dando un portazo al salir.
Esta situación se “resolvió” de la siguiente manera: Javier vuelve “reñido” de la
Jefatura de Estudios y se le pone un parte más. Ya son tres los partes que tiene en su
haber y será expulsado tres días. Esta situación lejos de causar a Javier un problema le
agrada y engrandece su leyenda dentro de la historia reciente del instituto. Varios de su
séquito, aquellos que alientan a Javier en sus disputas habituales, también están
amonestados y cercanos a la expulsión. “Cuando eso ocurra - comenta Ana-, podré dar
clase unos días”. “Es triste que tenga que esperar a que varios alumnos sean expulsados
para poder dar clases tranquilamente al resto” - reflexiona Ana - que sabe que esta
situación de tranquilidad pos-expulsión es pasajera porque la mayor parte del año en el
aula las disrupciones son habituales.
Ni educación, ni miedo. Aquellos alumnos, fundamentalmente de Secundaria, que
suelen trastocar seriamente la agenda educativa del profesor de turno, no tienen la
educación mínima que debieran traer de casa para portarse en el entorno socio-
educativo como persona civilizada, tampoco tienen miedo porque su comportamiento
les sale gratis, dado que para los niños “objetores de educación” las expulsiones son
premios y, en muchos casos, galones que le confieren poder entre sus congéneres.
“Yo buscaría un careo entre los padres de los niños buenos y los padres de los niños
malos” – explica Ana -, intentando con ello abochornar a los padres de los niños que
van al Instituto para cercenar la convivencia sana necesaria para que el proceso
educativo cumpla sus objetivos y no se rompa. Pero Ana se equivoca, en realidad, la
mayor parte de los padres de los adolescentes que causan problemas no saben qué hacer
para cambiar la actitud de sus hijos, y otra parte justifican a sus vástagos contra viento y
marea. “Si la Consejería de Educación se implicara de lleno….” – especula Ana - , en la
creencia cierta de que las autoridades educativas están más preocupadas en comunicar a
la sociedad que no pasa nada, que en enfrentar el problema con la contundencia
necesaria.
El problema de Ana es el mismo que padecen tantos docentes de secundaria. Lo
verdaderamente grave no son (con todo y con serlo) los expediente de expulsión, sino el
día a día, el transcurrir de las diferentes jornadas escolares, plagadas en muchos casos
de disrupciones continuas, de indisciplina de “baja intensidad” que condiciona
seriamente el devenir educativo de los alumnos y la estabilidad psicológica del docente,
obligado a “enfrentarse” continuamente a situaciones que crean un ambiente enrarecido:
continuas llamadas de atención, malos modos del algunos alumnos (falta de respecto,
malas contestaciones…), líos en clase provocados por algunos alumnos para divertirse,
en su afán de aislarse de lo que no le interesa viendo pasar el tiempo hasta que el timbre
salvador, como silbato de salida en una carrera, precipita rápidamente al alumnado hacia
la libertad y llena las aulas silencio. “En ese momento –dice Ana – me planteo mi
vocación, dado que para mí también el timbre de salida se ha convertido desde hace
algunos cursos en una liberación, en un deseo, en una necesidad…hay que ver cómo una
parte mínima del alumnado puede provocar el derrumbe emocional de un profesor y
condicionar la salud del sistema educativo”.
Es difícil valorar el “éxito” social que supone la extensión de la educación hasta los
dieciséis años, cuando en muchos casos esa extensión se basa en la degradación de la
convivencia escolar que sufren muchas aulas producto de las disrupciones, los
desplantes, la indisciplina, la falta de educación… de un grupo concreto de niños que no
quieren estar allí. Esta realidad creciente (que se intenta paliar con el recién creado
Observatorio para la Convivencia) provoca no sólo una lesión de los derechos de los
niños que quieren estudiar y que ven frenada su evolución – no se puede rendir en un
ambiente tenso y lleno de interrupciones - , sino también un perjuicio para los niños que
no quieren estudiar y que su afán es no hacer y no dejar hacer nada a los demás, dado
que el tiempo perdido por estos chavales es irrecuperable.
En el devenir de la conversación con Ana me sorprende con una reflexión, en la que
– confieso – yo había pensado alguna vez: “Los padres de los niños que ven disminuida
su evolución educativa por la presencia en el aula de chicos que pasan el rato molestado
deberían estudiar la posibilidad de denunciar a la Consejería de Educación como
responsable, es más pienso que los padres de los niños que impiden que los demás
puedan evolucionar como deben y van al centro al perder años preciosos deberían
denunciar a la Consejería de Educación por permitir que sus hijos pierdan el tiempo en
vez de estar aprendiendo algo en consonancia con sus verdaderos intereses, incluso voy
más allá, lo profesores que sufren las disrupciones, las faltas de respeto…y que nada
pueden hacer por tener las “manos atadas” – un niño puede insultar a un docente o algo
más grave y éste debe “poner la otra mejilla” – debería denunciar a la Consejería de
Educación por este hecho”.
El problema, quizá el más grave, es que la Consejería sigue sin reconocer
verdaderamente el situación y sitúa la conflictividad escolar entorno al 0,08 % en los
centros de Secundaria. No se entiende que se cree, entonces, el observatorio de la
convivencia si la incidencia es tan baja; de niño me enseñaron que mentir no estaba bien
y creo que este principio ético debería se aplicado por los políticos y representantes
institucionales en sus declaraciones. Si todos Centros registraran documentalmente cada
insulto, cada desplante, cada falta de respeto, cada disrupción…quedaríamos
petrificados del susto, no entiendo cómo desde la Consejería se ofrecen datos de
conflictividad tan manipulados, “así no se resuelven los problemas” – comenta Ana,
entre indignada y derrotada.
Ana, la profesora abnegada y doliente, advierte: “La enseñanza se irá degradando
cada vez más, los chavales que no reconocen autoridad van en aumento”. Sin duda
primero hay que reconocer el problema en su justa dimensión y después afrontarlo con
la severidad necesaria. La Consejería de Educación debe actuar sin fisuras para acabar
con la lacra de la indisciplina y los malos modos en las aulas e impedir que el
“observatorio de convivencia” – creado con intención sanadora de los problemas de las
aulas – se convierta en un espejismo plegado y vencido por la sobreprotección
indiscrimina que hace fuertes a aquellos adolescentes cuya pulsión primera nada tiene
que ver con el compromiso educativo. “Res non verba”.
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